En Junio de 2023, el escándalo de los convenios irregulares con fundaciones marcó un punto de quiebre en la discusión sobre la corrupción en Chile. Entonces se hablaba de 15 mil millones de pesos comprometidos. Hoy, apenas un año después, la cifra se ha disparado a 90 mil millones, evidenciando no solo la magnitud del problema, sino también la fragilidad de los controles y la falta de medidas correctivas efectivas.
Esta situación no es solo una crisis de recursos, sino una señal alarmante de cómo la corrupción puede desviar fondos que deberían ir a áreas esenciales como salud, educación y desarrollo social. Es un golpe directo a la confianza pública en las instituciones, alimentando un círculo vicioso donde la falta de integridad ahonda las brechas de desigualdad y frena el desarrollo económico.
La corrupción no es solo un problema ético; es un tema estructural que afecta a todos los niveles de la sociedad. Cuando los recursos se malgastan o desaparecen en esquemas fraudulentos, las comunidades más vulnerables son las que pagan el precio más alto. Programas sociales quedan en nada, proyectos clave se estancan y, en última instancia, el país pierde competitividad.
En términos de confianza, el daño es aún más profundo. Cuando los ciudadanos perciben que las instituciones no actúan con integridad, esa desconfianza se propaga a otros ámbitos, dificultando la colaboración y debilitando el tejido social que sostiene nuestra democracia.
Un sistema robusto de prevención no se construye solo con sanciones o querellas; necesita una estrategia proactiva que integre capacitación, tecnología y una fuerte cultura organizacional.
La capacitación y la concientización son claves. Tanto en el sector público como privado, es fundamental que las personas entiendan qué es la corrupción, cómo se manifiesta y cómo prevenirla. Esto no solo aplica a los altos mandos, sino también a los equipos operativos, quienes muchas veces están en contacto directo con los procesos más críticos.
Por otro lado, la tecnología tiene un rol protagónico. Herramientas como plataformas de monitoreo, análisis de datos y sistemas de alerta temprana permiten detectar irregularidades antes de que escalen. Hemos visto cómo el uso estratégico de estas soluciones puede marcar la diferencia, fortaleciendo los controles internos y promoviendo la transparencia en todos los niveles.
No podemos seguir esperando soluciones reactivas. Es urgente avanzar hacia una cultura de cumplimiento donde la integridad sea el eje central, no solo en términos legales, sino como un principio rector para el desarrollo. Las leyes y normativas son esenciales, pero deben ir acompañadas de una voluntad política y social para transformar la manera en que operan nuestras instituciones.
El caso de las fundaciones no es un incidente aislado, sino un llamado de atención. Es hora de que asumamos la anticorrupción como una prioridad nacional, entendiendo que lo que está en juego no es solo la ética del presente, sino el futuro de nuestras comunidades y nuestra capacidad para construir un país más justo y equitativo.
La pregunta no es si podemos actuar, sino cuándo lo haremos. Y la respuesta debe ser ahora.